miércoles, 8 de abril de 2009

Sobre el platillo de la taza yacía medio puro apagado....

Porque esto sí era pasión y no la de Cristo



Allí iba la Regenta, a la derecha de Vinagre, un paso más adelante, a los pies de la Virgen enlutada, detrás de la urna de Jesús muerto. También Ana parecía de madera pintada; su palidez era como un barniz. Sus ojos no veían. A cada paso creía caer sin sentido. Sentía en los pies, que pisaban las piedras y el lodo un calor doloroso; cuidaba de que no asomasen debajo de la túnica morada; pero a veces se veían. Aquellos pies desnudos eran para ella la desnudez de todo el cuerpo y de toda el alma. «¡Ella era una loca que había caído en una especie de prostitución singular!; no sabía por qué, pero pensaba que después de aquel paseo a la vergüenza ya no había honor en su casa. Allí iba la tonta, la literata, Jorge Sandio, la mística, la fatua, la loca, la loca sin vergüenza». Ni un solo pensamiento de piedad vino en su ayuda en todo el camino. El pensamiento no le daba más que vinagre en aquel calvario de su recato. Hasta recordaba textos de Fray Luis de León en la Perfecta Casada, que, según ella, condenaban lo que estaba haciendo. «Me cegó la vanidad, no la piedad, pensaba». «Yo también soy cómica, soy lo que mi marido». Si alguna vez se atrevía a mirar hacia atrás, a la Virgen, sentía hielo en el alma. «La Madre de Jesús no la miraba, no hacía caso de ella; pensaba en su dolor cierto; ella, María, iba allí porque delante llevaba a su Hijo muerto, pero Ana, ¿a qué iba?...».
Según el Magistral, iba pregonando su gloria. Don Fermín no presidía este entierro como el del miércoles, pero celebraba con él su nuevo triunfo. Caminaba cerca de Ana, casi a su lado en la tila derecha, entre otros señores canónigos, con roquete, muceta y capa; empuñaba el cirio apagado, como un cetro. «Él era el amo de todo aquello. Él, a pesar de las calumnias de sus enemigos había convertido al gran ateo de Vetusta haciéndole morir en el seno de la Iglesia; él llevaba allí, a su lado, prisionera con cadenas invisibles a la señora más admirada por su hermosura y grandeza de alma en toda Vetusta; iba la Regenta edificando al pueblo entero con su humildad, con aquel sacrificio de la carne flaca, de las preocupaciones mundanas, y era esto por él, se le debía a él sólo. […] Pues él descalzaba los más floridos pies del pueblo y los arrastraba por el lodo... allí estaban, asomando a veces debajo de aquel terciopelo morado, entre el fango. […] De Pas sentía que lo poco de clérigo que quedaba en su alma desaparecía. Se comparaba a sí mismo a una concha vacía arrojada a la arena por las olas. «Él era la cáscara de un sacerdote».
Al pasar delante del Casino, frente al balcón de Mesía, Ana miraba al suelo, no vio a nadie. Pero don Fermín levantó los ojos y sintió el topetazo de su mirada con la de don Álvaro; el cual reculó otra vez, como al pasar la Virgen, y de pálido pasó a lívido. La mirada del Magistral fue altanera, provocativa, sarcástica en su humildad y dulzura aparentes: quería decir ¡Vae Victis! La de Mesía no reconocía la victoria; reconocía una ventaja pasajera... fue discreta, suavemente irónica, no quería decir: «Venciste, Galileo» sino «hasta el fin nadie es dichoso». De Pas comprendió, con ira, que el del balcón no se daba por vencido.




Leopoldo Alas "Clarín", La Regenta, vol. II, cap. XXVI