domingo, 24 de enero de 2010

"El siglo pasado es el XIX"

"Rasgando las nieblas de un delirio" (Leopoldo Alas "Clarín", La Regenta, II).

En las últimas semanas y a pesar de mis vértigos (al parecer, he pasado de darle demasiadas vueltas a la cabeza en el sentido figurado al sentido literal) uno de los temas de conversación más recurrentes con mi hermana del alma ha sido la locura en general y la decimonónica en particular. Desde hace unas semanas cualquier excusa es buena para acabar haciendo una chapa-regalo que algún día no muy lejano llegará a nuestras respectivas solapas. Toda esa locura decimonónica, nuestra pasión por las histéricas todo tiene un origen. Hace algo más de dos años, iniciamos nuestro viaje hacia la locura y afortunadamente, no compramos el billete de vuelta.
Todo empezaba con nuestras clases de narrativa del siglo XIX. En ellas descubrimos que después del Siglo de Oro había vida, aunque en nuestra Facultad se encontraba herida casi de muerte. Con cada clase íbamos entrando más en ese mundo de apariencias, hastío, soledad, vidas interiores, pasiones, tríos amorosos, curas enamorados… y cada vez nos gustaban más los polisones y las mangas abullonadas y menos el wonderbra y el cuello mao. De la mano de la única persona que podría confundir Jules de Gualtier con Jean Paul Gualtier y seguir siendo adorada y temida por sus alumnos a partes iguales, léase, Montse Amores, fuimos adentrándonos sigilosamente por los entresijos “del siglo pasado” pasando del cuerpo, a la moda, de la moda al lenguaje y del lenguaje a la disección de nuestras envidiadas damas hasta llegar a la creación de chapas ya mencionada hace un instante. Y todo ello se lo debemos a alguien al que jamás conocimos, pero del que también hemos sido gozosas víctimas.
Ayer recibía como un mazazo la muerte del maestro Sergio Beser. En el mismo instante en que leí el correo electrónico que me informaba de la triste noticia, tenía entre las manos, Leopoldo Alas, crítico literario, obra del Maestro. Al leer el escueto mensaje, sentí un escalofrío. Por un lado, la casualidad era terrible; por otro, era imposible no pensar en toda esa gente que sufriría por su perdida. A partir de ese momento y tras preocuparme por esa gente, empecé a pensar en Sergio Beser mientras acariciaba el libro en el que aparecía su nombre, como si quisiera despedirme.
No tenía la suerte de conocerlo, jamás habíamos coincidido en un aula, sólo pude disfrutar de él en una ocasión en unas charlas en las que compartió mesa con el maestro Blecua, charlas en las que el público asistente no pudo parar de reír. A pesar de ello, al leer esas líneas no pude evitar sentir una enorme tristeza, como si una parte de mí hubiera compartido con él esa cercanía de la que todos me habían hablado, de su humanidad y generosidad que ha quedado heredada por su discípula, Montse Amores, de sus clases magistrales y de un buen whisky y un cigarro acompañado de loas y reproches a Ana Ozores. Formar parte de un Departamento como el nuestro y lograr sobrevivir en el recuerdo de todos con cariño y admiración es una labor heroica, os lo puedo asegurar. Si además consigues dejar recuerdos en un enorme número de alumnos y despertar el amor por la literatura decimonónica, entonces se trata de una hazaña casi sin precedentes en los tiempos que corren. Además de todo eso, logró convertirse en el mayor especialista de Clarín y La Regenta, recuperándola del olvido y entregándola a las masas filológicas con el mejor de los estudios que sobre ella se ha escrito nunca.







Hoy siento esa envidia sana por todos aquellos que sí tuvieron la suerte de aprender del Maestro, de tratarlo, de disfrutarlo, de ser partícipes de su sabiduría, no sólo en literatura, sino sobre la vida, pues al fin y al cabo, no es más que eso lo que nos proporciona el arte “un medio de comprender lo que nos rodea y de comprendernos a nosotros mismos”, así mismo lo decía el Maestro. Hoy a la vez, siento un agradecimiento extraño hacia alguien al que sólo disfruté en papel, como a los grandes escritores con sus obras. Nunca llegamos a cruzar una sola palabra, pero desde las novelas que tanto amaba, siempre existió una conexión entre nosotros, como si hubiera logrado mantener una interesante charla de bar, como las que sé que le gustaban, en mitad de un biblioteca repleta de estudiantes en época de exámenes o en las tardes de domingo cuando llueve y te dejas acompañar por el desfile humano que te ofrecen los libros.
Inició una cadena sin saberlo. Supo transmitir pasión por lo que hacía y eso mismo logró Montse con nosotros. Leyendo en la blogesfera algunas entradas dedicadas al Maestro y los comentarios de todos aquellos que lo conocieron, me siento afortunada por ser un engranaje más de esa cadena que inició. A la manera en que hacen los niños en esos experimentos del museo de la ciencia en que todos cogidos de la mano se pasan la energía eléctrica hasta que el último recibe la descarga, la pasión por las novelas del siglo XIX ha ido pasando de generación en generación. Algunos tuvisteis la suerte de ser un eslabón directo, otros como yo, tuvimos una gran maestra, digna heredera del morellano más ilustre. La descarga fue la misma. La misma pasión, el mismo efecto.
El Maestro se ha ido y allí donde van los grandes, hoy tienen una gran fiesta montada. Aquí, en mi biblioteca, el Maestro sigue en su sitio, junto a Clarín y Galdós, esperando que esa descarga vuelva a producirse y necesite de su sabiduría para reponerme de ella. Pero Maestro, puede estar tranquilo, su legado no corre peligro, deja grandes herederos, llenos de humanidad, de pasión y de humildad. Parece ser que son las claves del éxito decimonónico, diría más, pancrónico, aunque a veces eso, no se valore lo suficiente.


Gracias por todo, Maestro. Recuerde que le debo un whisky.
Por cierto, el Barça ha ganado, sé que era ferviente seguidor.
Que tenga un buen viaje.