Hace algunos años descubrí un artículo de Maruja Torres en el que describía de forma sublime la relación que entabla el ser humano con las ciudades que visita, que descubre o en las que vive. Recuerdo que viajé de Barcelona a Beirut a golpe de línea, pero en aquel momento no había experimentado todo aquello de lo que me hablaba la genial escritora. No había entablado aún una relación adúltera y adictiva con ningún punto del planeta.
Hace 3 años y casi por casualidad me vi plantada en la Calle Vitigudino 26-28 de Salamanca. Allí empezó un camino sin retorno. Entonces inicié la relación más estable, pasional y sincera que jamás he tenido. Volver a aquellos lugares de los que nunca me fui (de hecho, mi otra yo sigue viviendo allí) es revivir de nuevo, sensaciones, olores, sabores, vida y sueños. Aquella ciudad me dio la oportunidad de entablar largas conversaciones con esa otra yo que se quedó a vivir definitivamente allí, cautivada por la gente, las calles y la París. Mi otra mitad me mostró un mundo lleno de calma, de vida, de tiempo, de amistad, de amor, de paciencia, de felicidad y lo más importante, me mostró otros caminos paralelos a la senda eternamente pisada, marcada y dirigida que me hacían disfrutar tanto o más que la que hasta entonces había recorrido.
Hace tan sólo una semana, disfrutaba de nuevo del placer de estar sentada en aquellas escaleras, donde me reencuentro con mi otra yo en cada retorno, fumando un cigarrillo, mirando la Catedral y escuchando en silencio el silencio de las que siempre me acompañan en ese viaje al pasado eternamente presente. Una vez más, el frío y el sol eternos compañeros. Una vez más, las Caballerizas, el Pecatta, el Camelot. Una vez más, la cursilería decimonónica encarnada en ancianas burguesas de derechas orgullosas de serlo. Una vez más, la magia en lo más cotidiano: un paseo, un recuerdo, un silencio.
Nos vemos en septiembre